Los escritos podrían ser perdurables tal
cual lo son las marcas del tiempo sobre la corteza de un roble añejado por el
deambular de las décadas y afectar la misma vida, como si de éstos dependiesen
los compromisos que las personas hacen. La propia lectura podría suponer un hecho
de voluntariedad frente a lo que se lee y que el accionar estuviese supeditado
a la empresa de descifrar y unir las letras para transformarlas en palabras con
sentido- o sin sentido, como la mayoría de las veces- que significaran un
compromiso latente y consciente, a la vez. Quizá sería más fácil recordar que
la palabra escrita tiene el mismo valor que las palabras pronunciadas en el éxtasis
de un discurso confesionario, así, al igual que el viento doblega y corroe las
oraciones articuladas por aquel que osa irrumpir en el silencio con una promesa
vacía, la palabra escrita tiene un valor análogo pues ésta puede ser fácilmente
eliminada o borrada como si el papel fuese un mudo testigo de los sentimientos,
amores y desamores que allí se plasmaron. O peor aún, estas palabras pueden ser
tachadas ya que no existe el coraje para hacerlas desaparecer y, en cambio, se
prefiere sobreponerles una línea que demuestre una negación frente a la verdad
que se intenta ocultar con el repentino cambio de opinión. Lo único que queda,
después de todo, es la intención que alguna vez alimentó ese corazón para que
concretara en tinta imborrable esas declaraciones que forman parte de ese
pasado lejano que subyace a este presente.