jueves, 1 de enero de 2015

22

   En el horizonte se divisó una pequeña luz que se desvanecía con la llegada del invierno septentrional. El miedo a la oscuridad total paralizaba el palpitar y endurecía los músculos, contrayéndolos hacia el congelamiento inerte. Cada una de las luces de la ciudad fue extinguiéndose lentamente a medida que los segundos iban ahogándose en el mar de las horas por venir. Una pequeña hoguera que se rehusaba a morir y rendirse frente a la penumbra hacía frente y se alzaba rebelde con su bastión de luminosidad testaruda, logró soportar el negro espeso que cubría casi la totalidad de la ciudad y en su mortífera acción logró iluminar sólo una fracción que apenas asemejaba un punto en el suelo, tal estrella perdida en la inconmensurable oscuridad y vacío del espacio. En la llamarada más profunda de esta fogata se combinaban el azul, rojo y naranja como danzantes en una velada de despedida y que, siendo conscientes de la oscuridad que yacía fuera de su fortaleza de fuego no interrumpieron su baile entendiendo que al doceavo tintineo, sus albores se extinguirían para dar paso al gélido vacío que acompañaba a la noche que triunfaba por sobre todas las luces.