En el horizonte se divisó una pequeña
luz que se desvanecía con la llegada del invierno septentrional. El miedo a la
oscuridad total paralizaba el palpitar y endurecía los músculos, contrayéndolos
hacia el congelamiento inerte. Cada una de las luces de la ciudad fue extinguiéndose
lentamente a medida que los segundos iban ahogándose en el mar de las horas por
venir. Una pequeña hoguera que se rehusaba a morir y rendirse frente a la penumbra
hacía frente y se alzaba rebelde con su bastión de luminosidad testaruda, logró
soportar el negro espeso que cubría casi la totalidad de la ciudad y en su mortífera
acción logró iluminar sólo una fracción que apenas asemejaba un punto en el
suelo, tal estrella perdida en la inconmensurable oscuridad y vacío del
espacio. En la llamarada más profunda de esta fogata se combinaban el azul,
rojo y naranja como danzantes en una velada de despedida y que, siendo conscientes
de la oscuridad que yacía fuera de su fortaleza de fuego no interrumpieron su
baile entendiendo que al doceavo tintineo, sus albores se extinguirían para dar
paso al gélido vacío que acompañaba a la noche que triunfaba por sobre todas
las luces.