El lenguaje inconfundible de una mirada
que clama comprensión ensalzada con atisbos de ternura despojada. Esos ojos
cansados de la eterna lucha diaria del vaivén capitalino que en su humilde
interior se aferran a plasmar un sentimiento perdurable. El aroma que no es más
que la esencia inconfundible del ser que solía habitar en ese cuerpo. Esa sonrisa
que siempre se ofreció tal aire a las plantas, libremente y de forma natural,
casi por presagio divino. La seguridad era parte del acuerdo implícito que fue
consagrado en aquella fresca tarde de primavera. El lazo era mutuo, esa unión brindaba
una conexión que jamás se vio en estos parajes, pocos ojos fueron testigos de
las excepciones que tuvieron lugar allí, en ese territorio lejano que aunque aún
exista tal como era en ese entonces, su espíritu se ha retirado para no volver.
Esos ojos encontraron un espejo que los cobijaba, un portal que los invitaba a descansar
en su perenne tranquilidad. Largas fueron las andanzas que recorrieron juntos,
uno a lado del otro, aferrados entre sí, sosteniéndose fuertemente para no
ceder el paso a la tormenta que estaba por venir. Si la felicidad era parte de
la visión que se esperaba, ¿por qué las lágrimas fueron anfitrionas de aquel espectáculo?
Éstas no fueron invitadas pero sin embargo alojaron y se dieron un banquete de
lo no se debió regalar. La amistad se disfrazó de cruel embustera para seguir
aletargando el camino develado que se presentó frente a sus pies. La compañía nunca
fue poca, era común ver a aquellos errantes deambular en la gélida oscuridad provisionados
con un ánimo que alentara y agasajara sus inexpertos corazones. En aquel entonces,
la ciudad pareció pequeña e insignificante frente al incesante andar, sólo
importaba aquello que no se puede medir, nada se comparaba con la ilusión de un
nuevo día, una nueva noche, una nueva luna, una nueva brisa matutina que con su
rocío impregna de vida y resurrección lo que el añejo día intentó usurpar.