miércoles, 16 de abril de 2014

AHORA Y ENTONCES

El lenguaje inconfundible de una mirada que clama comprensión ensalzada con atisbos de ternura despojada. Esos ojos cansados de la eterna lucha diaria del vaivén capitalino que en su humilde interior se aferran a plasmar un sentimiento perdurable. El aroma que no es más que la esencia inconfundible del ser que solía habitar en ese cuerpo. Esa sonrisa que siempre se ofreció tal aire a las plantas, libremente y de forma natural, casi por presagio divino. La seguridad era parte del acuerdo implícito que fue consagrado en aquella fresca tarde de primavera. El lazo era mutuo, esa unión brindaba una conexión que jamás se vio en estos parajes, pocos ojos fueron testigos de las excepciones que tuvieron lugar allí, en ese territorio lejano que aunque aún exista tal como era en ese entonces, su espíritu se ha retirado para no volver. Esos ojos encontraron un espejo que los cobijaba, un portal que los invitaba a descansar en su perenne tranquilidad. Largas fueron las andanzas que recorrieron juntos, uno a lado del otro, aferrados entre sí, sosteniéndose fuertemente para no ceder el paso a la tormenta que estaba por venir. Si la felicidad era parte de la visión que se esperaba, ¿por qué las lágrimas fueron anfitrionas de aquel espectáculo? Éstas no fueron invitadas pero sin embargo alojaron y se dieron un banquete de lo no se debió regalar. La amistad se disfrazó de cruel embustera para seguir aletargando el camino develado que se presentó frente a sus pies. La compañía nunca fue poca, era común ver a aquellos errantes deambular en la gélida oscuridad provisionados con un ánimo que alentara y agasajara sus inexpertos corazones. En aquel entonces, la ciudad pareció pequeña e insignificante frente al incesante andar, sólo importaba aquello que no se puede medir, nada se comparaba con la ilusión de un nuevo día, una nueva noche, una nueva luna, una nueva brisa matutina que con su rocío impregna de vida y resurrección lo que el añejo día intentó usurpar.