A su lado juró aguantar el paso de la
tempestad y entregar un abrazo cálido pero la fría lluvia fue más fuerte que la
promesa que se inundó con el diluvio. Atrás quedaron esas tardes en las que
compartían secretos e historias que a nadie más le habían confesado jamás. El orgullo
de la pertenencia mutua rebasaba sus extasiados corazones con alegría. La ciudad
entera sintió celos de tan perenne sentimiento, si hasta el mismo viento les
robaba el aroma como muestra de desaprobación.
Ambos sentían que eran el uno para el
otro, sus cuerpos sólo reconocían las caricias del otro, tal camino recorrido y
conocido. Muchas fueron las noches en que el último pensamiento estaba dedicado
a ese otro.
Su error fue acariciar el futuro y
descuidar el presente… aquella casa de la que hablaron, aquella mascota que los
acompañaría hasta su vejez, aquella descendencia que se prometieron concebir y
todos los testamentos que presumían una concreción posterior, se diluyeron con
las palabras de adiós que su frío aliento pronunció en esa tarde de agosto.
De nada sirvió romper todos sus esquemas
y haber logrado conquistar su alma desafiante pues el destino les tenía
preparada una salida muy diferente a la que ambos habían planeado. Aquí no hubo
fuego ardiente ni hielo paralizante, no hubo desamor ni desesperanza ni tampoco
hubo una pelea que reemplazara el amor por odio sino que el destino jugó su
carta más mordaz; el tiempo. El tiempo como vil aliado del destino obró por
sobre los corazones de estos amantes juveniles y plantó sobre éstos la semilla
del olvido y el descuido. Sólo el tiempo se encargó de terminar lo que ellos
tenían con su nocivo reloj que todo lo acaba, todo lo mata, todo lo corroe y
todo lo deshace. El tiempo fue y será el reinante que se agasaja entre las hendeduras
que quedaron luego del quiebre de esas almas en busca de un por siempre.