Fue en la carencia de todo tipo de ruido
que nos encontramos para sellar esta travesía. No fue con un estruendo que ensordeciera
fugazmente, tampoco ocurrió bajo una tormenta que amenazara enfriar nuestros
corazones con una lluvia de reprimendas hacia ambas partes. No fue destrucción
lo que allí sucedió. No hubo un abrasante fuego que consumiera toda intención
de detener las circunstancias. La tierra no sucumbió ni cesó su movimiento tal
como estaba anticipado, sólo un atisbo de falta de oxígeno en esa acelerada
respiración que contenía un grito descontrolado quiso presentarse en ese
momento de quietud inexorable.
Tampoco sucumbimos al hielo penetrante
que nos seguía las pisadas en ese invierno que nos dio la bienvenida a la
partida sin retorno en la que nos habíamos embarcado bastante tiempo atrás pero
que se acrecentó gracias a la indeterminación de nuestras almas en su afán por
emprender el viaje hacia el horizonte, más allá de las miradas grises de nuestra
ciudad para encontrar un refugio lejos de los demás.
El silencio fue nuestro orador, las palabras
ya habían perdido su poder y carecían de sentido e importancia en ese estático
momento. Solo el ruido de la cuidad nos recordaba que aún estábamos allí sentados,
mirándonos a los ojos, con tus manos aferradas a las mías y deseando que la fortuna
reinara en nuestras sendas divergentes. Y fue en silencio que toda fortaleza
que infundía seguridad y estabilidad se deshizo como arena entre los dedos,
como si se pretendiese fortificar los cimientos de una perenne emoción sobre
una tierra baldía, estéril y árida frente a las oportunidades que allí
intentaron forjarse.