Cuando las horas inician
su parsimonioso recorrido y los minutos se asfixian entre sí dejando un abismo
de quietud, cuando el silencio se erige por sobre toda resonancia y el tiempo
deja de ser un escenario palpitante, es cuando su ausencia arde en aquella
cicatriz oculta bajo el sordo avanzar de la rutina. El dolor se aviva desde las
cuencas donde consuma su vigilia y ocupa su trono abandonado en el verano para sitiarse
nuevamente en el invierno lacerante que lo caracteriza. La brisa del día a día oxigena
y reconforta el pozo retardando su inevitable contaminación pero, en aquel
vacío, la sombra retorna y consume todo brote de nueva vida y esparce putrefacción
dondequiera que le plazca. Es precisamente en esos momentos de calma aparente, cuando
las peores tormentas flagelan los pensamientos y los secuestran a un lugar de
intranquilidad donde el fuego hiela y la
nieve quema tal inequívoco desamparo avasallador. Más aun, la dolencia del destierro
se rinde frente a la tiranía asociada de
la nostalgia y el recuerdo de lo que fue y dejó de ser.