Pasada la medianoche mi
mente moraba un lugar lejano y olvidado, en la penumbra que dejó aquella vela
que se extinguió. Pernoctando frente a la débil fogata que hice con unos
maderos que encontré camino a casa y que de seguro seguían húmedos por el
aguacero que terminaba y que nos daba un respiro. Tu nombre brotó de entre las
cenizas y quemó la superficie de metal en la que se encontraba, los maderos húmedos
avivaron el ardor de tu mención, el fuego ardía no sólo en aquella fogata, sino
que también ardía dentro de mi pecho, pero no quemaba ni ofrecía calor alguno,
por el contrario, el gélido incendio escarchaba el asilo de mi corazón, una llaga
brotaba en ese lugar y paralizaba la respiración. La cicatriz tal perenne
habitante floreció nuevamente y extendió sus tibios brazos a todo mi cuerpo. Tu
cruz la cargué hace mucho tiempo y la deposité en aquel páramo que habíamos
acordado para que ningún otro visitante la adornara con flores frescas que luego
marchitarían. Lejos de toda vista, tu cruz aguantó las arremetidas del
deterioro del tiempo. Nunca pensé que hoy, frente a esta fogata con aroma a
tierra húmeda, tu cruz volvería a estar intacta dentro de mi habitación.