Solía dejar que unos pocos ojearan la
cubierta con la idea de que no se quedaran estudiándola por mucho tiempo. No me agrada el gentío cuestionador y entrometido
que relee una y otra vez cuidadosamente cada palabra que se forma allí. Es una
tapa dura, como las de antaño, cubierta de cuero adornado y con finas terminaciones
de hilo dorado. Pero sólo es una cubierta para entretener a los caminantes que
merodean esta feria letrada. Las hojas que componen su interior son un sombrío misterio
que sólo unos pocos conocen ya sea por dejación, olvido o apertura temporal.
Estas hojas no son para el público masivo ni para el aficionado debido a que
corren el peligro de aburrirse o de quedar entrampados en sus líneas. Para leer
estas hojas se requiere cierta sabiduría, pero debe ser una sensata y amable
sapiencia que logre deshilar y unir los fragmentos desordenados que habitan en
esos parajes de tinta roja escarlata. No existe índice pues los capítulos se interponen
unos con otros y, muchas veces, se repiten y vuelven a escribirse muy a mi pesar.
En ocasiones ataca el gélido blanco indiferente del olvido y capítulos enteros
son borrados como huellas en una tormenta de nieve. Asimismo, las letras sufren
el infortunio del fuego avasallador que calcina las palabras y emociones encapsuladas
allí. Entre fuego y hielo se desarrolla, muere y revive esta historia contada
en páginas que brillan a la luz de la luna menguante, que en su penumbra buscan
resaltar de entre la oscuridad.