La fría noche se avecina sobre nuestra corporeidad
y con su manto de inquebrantable paz nos cubrirá para adormecer el latente
corazón que sepultamos hoy. Con un amargo epitafio, sin flores ni coronas
partirá hacia la fértil tierra de donde vino, en aquel verde prado descansará y
dormirá hasta unir su palpitar con el crecimiento de los árboles. Las palabras
solo adornaron su tumba como grises pétalos que le brindaban un pétreo
silencio.
Tú depositaste una rosa marchita sobre
la tierra para recordarle el fin de lo orgánico, que como semilla que germina y
se transforma, de todas formas sucumbirá al tiempo y a su inevitable erosión. Esa
rosa multicolor que una vez brilló con sus alegres tonalidades pero que hoy ha
quedado seca y moribunda sobre el cielo diáfano. Yo enterré los residuos de la
fragmentada fe que aún se aferraba y albergaba en mi espíritu con el afán de que
no nos atormentara nuevamente con la ilusión de florecer pese a la sequía que
nos atacó hace ya algún tiempo atrás.
Ambos sellamos el féretro con aquel
vejado corazón colmado de promesas sin cumplir y de sueños que terminaron
abruptamente con el despertar del sol en este oscuro día. Nuestras ropas
oscuras escondían todo signo de color que intentaba arruinar la ceremonia que estábamos
concluyendo. Más un intento de lamento se escapaba de aquel agujero cubierto de
tierra fresca, pero nuestros oídos ya estaban carentes de percepción alguna. Solo
las miradas hablaban y expresaban un dejo de amargura frente a la lapidaria despedida
de la que fuimos protagonistas. Bajo la tenue luz de esta duodécima luna yacerá
aquel sentimiento que pereció por la inacción, que nos ató y nubló el camino
que un día decidimos recorrer, desafiando la fuerza de gravedad y la ventisca
que venía desde nuestros pasados.