domingo, 14 de diciembre de 2014

DUODÉCIMA LUNA



 La fría noche se avecina sobre nuestra corporeidad y con su manto de inquebrantable paz nos cubrirá para adormecer el latente corazón que sepultamos hoy. Con un amargo epitafio, sin flores ni coronas partirá hacia la fértil tierra de donde vino, en aquel verde prado descansará y dormirá hasta unir su palpitar con el crecimiento de los árboles. Las palabras solo adornaron su tumba como grises pétalos que le brindaban un pétreo silencio.
 Tú depositaste una rosa marchita sobre la tierra para recordarle el fin de lo orgánico, que como semilla que germina y se transforma, de todas formas sucumbirá al tiempo y a su inevitable erosión. Esa rosa multicolor que una vez brilló con sus alegres tonalidades pero que hoy ha quedado seca y moribunda sobre el cielo diáfano. Yo enterré los residuos de la fragmentada fe que aún se aferraba y albergaba en mi espíritu con el afán de que no nos atormentara nuevamente con la ilusión de florecer pese a la sequía que nos atacó hace ya algún tiempo atrás.
 Ambos sellamos el féretro con aquel vejado corazón colmado de promesas sin cumplir y de sueños que terminaron abruptamente con el despertar del sol en este oscuro día. Nuestras ropas oscuras escondían todo signo de color que intentaba arruinar la ceremonia que estábamos concluyendo. Más un intento de lamento se escapaba de aquel agujero cubierto de tierra fresca, pero nuestros oídos ya estaban carentes de percepción alguna. Solo las miradas hablaban y expresaban un dejo de amargura frente a la lapidaria despedida de la que fuimos protagonistas. Bajo la tenue luz de esta duodécima luna yacerá aquel sentimiento que pereció por la inacción, que nos ató y nubló el camino que un día decidimos recorrer, desafiando la fuerza de gravedad y la ventisca que venía desde nuestros pasados.