Sumido en las narraciones sombrías y mundanas, llenas de
genitalidad pasajera y frotaciones corporales en algún burdel de bajo costo en
aquella ciudad olvidada por la modernidad positivista, esa que olvida y rechaza
la existencia de un sub-mundo ajeno a la bonanza -para algunos- capitalista.
Así me encontraba yo, inundado por las grotescas
descripciones del mundo que nadie quiere ver ni admitir, el mundo al que todos
prefieren hacer vista gorda y asociarlo a la vida bohemia de los sin alma y
despojados de la vida decente y políticamente correcta. Consumido por cada
página que leía, el tiempo parecía no avanzar a mi alrededor, cada línea traía
consigo un sinfín de imágenes que avivaban mi desinhibida imaginación, sólo la
voz de aquella mujer que anunciaba la llegada próxima a la estación de destino
logró desencajar mi pensamiento de aquel libro que me aprisionaba con la
seducción de su narrativa mordaz y sincera.
Al colocar el marcador de páginas en el tercer párrafo
del quinto capítulo, mis ojos cambiaron su concentrada dirección y lograron
divisar un par de ojos aterrorizados al cruzarse con mi mirada. Afortunadamente
la época de detención por sospecha ya era parte del pasado, porque de lo
contrario, esos ojos frenéticos y acusadores habrían sido mi sentencia.
Aquellos ojos me estudiaban y acusaban mi actuar, un dejo de desdén también
acompañó la sentencia que se presentaba frente a mí. Luego de un momento,
el gesto de acusación se convirtió en espanto mezclado con una lastimosa vergüenza,
a lo que no pude sino realzar mi mirada e intentar comprender lo que sucedía
frente a mí. Para mi sorpresa, la persona de los ojos acusadores era un anciano
muy bien vestido, llevaba una camisa a cuadros, un pantalón de tela color café
claro, un gorro de paja y una cruz de madera que resaltaba por sobre toda su
vestimenta. Este anciano también ojeaba un libro, pero éste era negro con hojas
rojas, que en su tapa tenía una inmensa cruz de color escarlata.
Después de un momento comencé a hilar mis
pensamientos y comprendí la ira castigadora de sus ojos, a lo que respondí con
una sonrisa cómplice al pasar por su lado y luego agregué un “Buenos Días”. Las
paradojas de la vida nunca las podré comprender, sólo me provocó cierta
felicidad el saber que en un mismo vagón podían encontrarse dos visiones tan
opuestas, que nos ayudan a comprender lo irónico y estropeado de este mundo,
donde unos buscan la salvación en un libro, mientras que otros-y aquí yo me
incluyo- sólo buscan distraer la imaginación y dejarse llevar por la narrativa
de un buen autor.