Cuando el albor del sempiterno resplandor de nuestra estrella de
vida se desvanecía lentamente para dar la bienvenida a la pálida luz de la
luna, Amalia y Steve caminaban de la mano por la plaza de la constitución, era
un fastuoso atardecer de septiembre. Aquel lugar los había seducido desde el
primer día que sus miradas rompieron el monótono ritmo santiaguino, por eso lo
frecuentaban cada tarde como sagrado mandamiento dictado por sus jóvenes y
esperanzados corazones. La quebrantable vida de las flores que fueron testigos
de sus encuentros cada ocaso, nunca pudo compararse al imperecedero afecto del
que fueron devotos Amalia y Steve.
Hoy, sin embargo, luego de lejanos 5 años desde aquella tarde
inaugural extasiada de felicidad desbordante y de promesas sin cumplir, en este
aletargado otoño, aun se puede distinguir a Steve entre el gentío anónimo y
distante, contemplando el paso del tiempo sin esperanza alguna el retorno de
Amalia. El espera sentado en el mismo lugar donde regaló su primera perenne
flor símbolo de un sentimiento naciente. Este gélido y abrasante atardecer
lleno de aromas que embriagan de recuerdos agridulces la cabeza de aquel
olvidado amante, le recuerda a la plaza de la constitución que aquellos vanos
juramentos hechos en sus siempre verdes pastos no son más que hojas relegadas
de algún árbol víctima del otoño, que fácil huyen con el viento que las invita
a desaparecer con su hálito mordaz.