El
miedo me inunda, toma el control de mi errático y fallido andar, la
imagen inevitable de verlo fragmentado pero a la vez hermético y ajeno al mundo
exterior debilita la escasa resistencia a este inclemente proceso que ya me
venció mucho tiempo atrás. Tengo miedo de verlo sellado y que ya sea demasiado
tarde para volver atrás. Cada respiro trae consigo el fatal destino que
le depara a este vejado corazón, las sensaciones humanas y emociones que
coloreaban la monotonía de esto que algunos llaman vida, poco a poco cesan su
lucha y se rinden frente a la glacial capa que cubre a este enfermo aprisionado
en las fronteras de mi pecho. Ya pronto todo color será parte de un olvidado y
lejano pasado perdido entre los ocultos rincones del alma. Es como si la
corrosión del tiempo jugara su macabro papel y aletargara a este enfermo con
sedantes que lo ayuden a privarse del mundo que lo observa, casi como un método
de autodefensa. Es mejor el letargo eterno a que las penurias e injusticias que
bombardean segundo a segundo, sin dejar un momento de respiro ni tranquilidad.
La gruesa capa de hielo que acompaña a este enfermo lo adormece, lo seda, lo
priva de todo creando una barrera entre su delicada piel y los horrores que lo
estaban matando. Dura e impenetrable cual roca viva se levanta esta barrera
para protegerlo pero sin darse cuenta de que a su vez, cimienta un camino sin
retorno donde la privación de todos los sentimientos es la vía menos dañina
para la silenciosa muerte que acaece y que vendrá a liberar con sus gélidas
manos de justicia inmortal a este enfermo carente de emociones.