La
noche llegaba a su punto más gélido, el viento del norte soplaba a jirones
descascarando las pocas hojas huérfanas que quedaban del lejano otoño de ese
año. Era pleno invierno y Francisco no lograba armarse de valor y cerrar sus
ojos, las imágenes vivas de aquel momento lo atormentaban y no lo dejaban en
paz. La inconmensurable oscuridad de su cuarto le ofrecía cierta seguridad,
allí se sentía dueño y soberano de su vigilia, ningún fantasma del pasado le
podía infringir herida alguna a su vejado corazón. Acostado en su cuarto con
los ojos abiertos cuan débiles faroles en una espesa niebla, como si de la
vigilia dependiese la lucidez que tan esquiva le había sido últimamente. Sin
embargo, todo esfuerzo era en vano pues luego de eternos segundos, la oscuridad
se mezclaba con el sueño, tener los ojos cerrados no impedía a las imágenes
aparecer en la mente de Francisco y recordarle la razón de su desesperanza y
dolor. Cada imagen clara y viva como un manantial lleno de recuerdos del pasado
lo golpeaba con brusquedad y sin piedad alguna como si estuviesen cargadas de
emociones concretas y de sentimientos palpables. Por eso a Francisco le
atormentaban las noches, porque cada nueva traía consigo un mar de imágenes que
le quitaban de a poco la frágil vida que le quedaba. Luego de esa
imperecedera noche escondido en las tinieblas de su cuarto, aguantando la
arremetida del sinfín de imágenes que lo atacaban y le deshilaban el
pensamiento, nublándolo y contagiándolo con esa putrefacta enfermedad del
desapego, luego de aguantar no sin gran dificultad esa última noche de su vida,
decidió ponerle término a su pesadumbre…
A la
mañana siguiente, cuando el primer rayo de luz logró colarse de entre las
gruesas paredes de su cuarto, cuando la noche cedía derrotada su trono frente a
la inminente llegada del día, Francisco comprendió que debía comenzar a vivir
luego de cuatro años de forastera existencia dentro de su propio cuerpo.